Monday, September 21, 2009

Empezando el día... y poniendo la otra mejilla.

Hay algo que no entiendo. ¿Por qué si todo el tiempo estoy pensando en mil y un cosas, ahora que me siento a escribir no puedo pensar en nada? ¿Será que tengo un almohadazo en el cerebro?

Bueno, pues entre hacer el desayuno, planchar mi camisa, prepararme el lunch, rasurarme y bañarme, ya no me dio tiempo de terminar esta entrada. Y lo único en lo que podía pensar eran los minutos antes de la hora zero, la hora en que tengo que salir de casa para llegar a tiempo al trabajo.

La continúo ahora que me encuentro en el trabajo, en mi hora del almuerzo. Estoy comiendo un tofu cake con verduras, y no es por nada, pero está como dirían "scrumptious". Hace rato estuve reflexionando algo, y ya que no tengo otro tema en el momento, pues ¿qué mejor que sacarlo a relucir ahora?

Siempre he sido un firme opositor de la enseñanza cristiana de "poner la otra mejilla". No sólo se me ha hecho aberrante la idea de dejarse lastimar sin poner un alto a la situación, sino que lo he catalogado de cobardía o martirio. No lo digo por ofender a quienes siempre han pensado así, pues cada quien tiene derecho a creer lo que quiera, y sobretodo de vivir su vida según los principios que considere adecuados o necesarios. Simplemente, en mi opinión, "poner la otra mejilla" no corresponde a la idea de luchar en la vida por salir adelante. Vencer la adversidad requiere dar golpes, requiere reaccionar ante los azotes, apretar los dientes, cerrar los puños y abrirse camino. Pues si ponemos siempre la otra mejilla, ¿cuántos golpes podremos aguantar antes de caer?

Hoy en día, comienza a cambiar mi opinión al respecto, a raíz de los últimos meses y el gran cambio que ha tenido lugar en mi vida. He pasado por tantos ratos amargos, verdaderamente oscuros... momentos en los que llorar simplemente no era alivio alguno, momentos tan desolados como la cama en la que despertaba, o la casa vacía a la que llegaba por las noches. Lo peor fueron las decepciones, la desilusión y en particular las humillaciones a las que fui sometido día tras día. Y para alguien que siempre ha luchado por obtener lo que quiere de la vida, fueron momentos en los que, sin más ni menos, puse la otra mejilla.

¡Cuántas cosas pude haber contestado! Dejar que el rencor y la ira se apoderaran de mi cuerpo era una enorme tentación. Defender mi integridad y mi fortaleza era un ardiente deseo que hubiera sido fácil satisfacer. Sabía que con una frase podía destruirlo, castigarlo por el dolor desgarrador que me había infligido. Pero... no lo hice.

Tuve en mi poder tantos medios para lastimarlo a él, para lastimar a su nuevo amor, para arrasar completa y perpetuamente todo lo que fuimos. Pero... no lo hice.

Y cuando vi sin remedio que todo había terminado, que la fortaleza de mi amor y devoción había sido el arma misma con la cual me desmembraron, que la sinceridad, lejos de rendir frutos, había sembrado sal en mi huerta, cuando vi eso, cuando sentí el dolor perpetuo de la amputación... tampoco hice nada.

En cambio, a cada momento, a cada golpe, puse la otra mejilla.

Y es ahora que comprendo, que poner la otra mejilla es posible cuando se ama verdaderamente a la otra persona.

¿Cómo pude pensar en algún momento que poner la otra mejilla era un acto de cobardía? Nada requiere más valor que no levantar la mano contra la gente que amas, a pesar del gran daño que le puedan causar a uno. Amar incondicionalmente no significa amar en cualquier circunstancia y en todo momento; significa amar al alguien a pesar del daño que te puedan hacer, consciente o inconscientemente, significa dejar a un lado el espíritu propio de supervivencia y proteger a la persona que amas de tu reacción, o de sí mismo.

Dejé que tomara sus decisiones, que hiciera (o más bien deshiciera) como quería nuestro amor. Todo lo que me pidió lo hice, y lo hubiera hecho con o sin las amenazas y los chantajes. Lo dejé ir... lo dejé ir a los brazos de alguien más a sabiendas de que ello me calcinaría.

Y no soy un cobarde por haberlo hecho. Requirió de todas mis fuerzas no infligir venganzas en un principio, y después, requirió todo mi esfuerzo no llamarlo para decirle, día con día, lo mucho que lo amaba. Y cuando solicitó mi ayuda, se la di a manos llenas, pues habérsela negado sería nuevamente una forma de venganza que tampoco estuve dispuesto a ejecutar.

En fin... no por haber puesto la otra mejilla soy un santo, ni me considero un ser humano ejemplar. Simplemente he comprendido finalmente lo que eso significa, y admiro mucho a las personas que lo pueden hacer una y otra vez. Esas son personas que verdaderamente aman al prójimo, a todos los prójimos.

¡Se acabó la hora del almuerzo! Hasta pronto... yo.

1 comment:

Anonymous said...

Yo tengo que poner la otra mejilla para que mis hijos no se "ganen" con el espectáculos y lastimarlos sicológimente.

Saludos,
David